En ocasión de la presentación del libro Bestiario en nomenclatura binomial, de David Caleb Acevedo, con imágenes de Ángel Ruiz Laboy
Librería Mágica, 3 de diciembre de 2009
“Noms de pays, le nom.”
—Marcel Proust, À la Recherche du temps perdu
Marcel Proust lo intuía. El nombre podía ser arcano, una voz mistérica para reconfigurar categorías y para abrir de par en par aquello que es hermético en las formas del mundo. Para Proust, en el nombre latían historia, sensación, concepto, ejercicio de una alfanumerología propiciatoria, iniciática. Cada nombre era a la vez umbral y Sésamo. Cada acto onomástico, la dación del nombre, combinaría así un ritual de creación y un ritual de reconocimiento. Crear el nombre sería, entonces y a la vez, crear la materia para posar la voz, y su opuesto: recibir de la materia muda ese gesto declarativo de enunciar su propio nombre. Ocurre, pues, que el nombre oscila entre el acto voluntarioso y subjetivo de nombrar, y el acto humilde y objetivo de obedecer la forma de un objeto mediante una cuidadosa descripción. La gesta onomástica de David Caleb Acevedo funde creación y descripción: da el nombre que reconoce como apropiado a aquello que se brinda a la conciencia poética. De esa forma, cada nombre une lo que pertenece al sujeto que da el nombre, y lo que pertenece de suyo a la cosa, que reclama el derecho de ofrecer su propio nombre. El nombre se adelanta como un evento dual que requiere un acuerdo entre el sujeto poético y ese otro sujeto externo que exige estar presente en su propia nomenclatura. El nombre es binomial, conflictivo, campo de batalla, acto de negociación nunca totalmente aceptable; siempre inestable, vivo, metamórfico, suspenso. La ciencia de David Caleb es aquella que se centra en dar con el nombre apropiado. Estamos ante la maravilla del “nom trouvé”.
Los poemas de Bestiario en nomenclatura binomial son coyuntura de la duda nominal, exploraciones —entre morosas y sorprendidas— del pormenor del Nombre. El sujeto nombrador, ante el reto del nombre, decide transar: si el nombre es un trance, un tranque, acepta el reto y juega a la vez a ser Dios y objeto. Lo exigen sus “bestias” remisas a declarar su nombre: sus poemas hallados a la vera del camino entre esta y aquella civilización ex-tinta.
Para David Caleb, la poesía es asunto onomástico, siendo el acto de nombrar el acto poético por excelencia. La premisa es derrideana: “No hay nada fuera del texto”, y así el poema que hace la historia del nombre, y que es a la vez la bestia que se nombra, no es otra cosa que ese abismo de palabras donde se cocina el mundo. El poema del nombre es el nombre en tanto describe aquello cuyo nombre se otorga al escribir el poema: cada nombre y cada poema son el orouboros: la serpiente que se muerde su propia cola.
Pero no basta dar con ese nombre propio, apropiado. Sólo una comunidad de hablantes puede certificar lo apropiado del gesto, lo apropiado de la voz onomástica, la pertinencia fatal, necesaria e incuestionable del Nombre. De ahí ese nosotros que no cesa de ser invocado, de ahí la insistencia en que el Otro sujeto participe del acto de dar o de inferir el nombre. Para nombrar, tú y yo nos tenemos que poner de acuerdo. Por eso, en estos poemas, el lenguaje no pertenece al Uno, sino al Nosotros. Como nos recuerda Wittgenstein, no hay lenguaje privado, y así no puede haber tal cosa como un “nombre secreto”. No hay nombre fuera del texto plural de un lenguaje siempre y necesariamente compartido.
Por eso son tan importantes las imágenes que Ángel Ruiz Laboy ha aportado a este poemario.
Siempre es asunto delicado incluir imágenes en un libro. ¿Serán “ilustraciones” de los conceptos del autor? ¿Serán versiones del artista de lo que el libro expresa? ¿Serán la aportación, desde otro lenguaje (el visual) al todo que es el libro? ¿Crearán un espacio de tensión intermodal entre palabra e imagen? Y en este caso, tratándose de un libro sobre los problemas del nombre, ¿servirán de ejemplo de los conflictos del proceso onomástico?
Como en los bestiarios medievales, el nombre de la bestia iba acompañado de una descripción verbal y de una imagen pretendidamente descriptiva. Dado que la bestia solía ser simbólica —como ocurre en el Bestiario de Oxford (s. XII), en el Aviarium de Hugo de Fouilloy (s. XIII), o en el Bestiario de Cristo, que recopila Louis Charbonneaux-Lassay, ni las descripciones verbales ni las imágenes taxonómicas persiguen un fin propiamente “científico”: son emblemáticas, en tanto el animal lo es: la perdiz representa la ninfomanía, el león la valentía, el perro, la lealtad, etc. Pregúntenle a Walt Disney sobre la perviviencia de esta fauna emblemática. Y así, la bestia era (y sigue siendo) pasión, accidente del alma, moralidad visual, palmaria. La imagen del animal era un compuesto de rasgos morales, un collage de representaciones simbólicas de las pasiones humanas codificadas ya en la lengua silvestre y admonitoria de los predicadores casi analfabetos que recorrían una Europa bárbara a la caza de almas para el cristianismo. Los bestiarios medievales son complejas alegorías que aderezan el liber mundi.
Las imágenes de Ruiz Laboy oscilan aptamente entre estas tareas simbólicas: describir, representar, redundar sobre el Nombre. Al igual que las imágenes de los bestiarios medievales, las de Ruiz Laboy son compuestos que responden a los símbolos que acuña el poema al cual acompañan. Son versiones, y no “ilustraciones”, del texto. Aportan otra dimensión, y así logran la pluralidad de ese Nosotros cuyo acto colectivo de nombrar valida lo apropiado del nombre propio. Al igual que las ilustraciones medievales, se alimentan de un código visual cuya expresa originalidad reside en su arte combinatoria. No puede olvidarse el hecho de que estas ilustraciones medievales deseaban ser extrañas, de modo que su extrañeza las hiciera inolvidables. La memoria era fundamental para la educación moral del ser humano. De ahí la percusividad de la ilustración medieval. Igualmente aquí, la imagen esencializa el concepto en discusión, lo ciñe a una clave que permita luego recordar el poema y su nombre. Ardua tarea para un artista: renunciar a su propia voz para hundirse, junto al poeta, en el abismo donde se confunden las palabras y las cosas.
Nada hay de referencial en las imágenes de Ruiz Laboy. No hay mundo que contenga estas “bestias” claramente simbólicas. La predilección por a simetría, la forma del mandala, la repetición, siguen la pauta de la perplejidad ante Nombre. Como el Nombre, la imagen es collage de sentidos y tiempos; como el Nombre, ostenta la crisis entre lo subjetivo y lo objetivo; como el Nombre, quiere afirmarse como imagen y a la vez describir la cosa. Como el Nombre, la imagen intenta negociar su existencia con la cosa: o tú, o yo, o tú y yo. Como el nombre es “nom trouvé”, la imagen es “image trouvée”.
Estamos ante un libro de poemas encontrados en el entrecruce de tiempos y espacios de la palabra. La bitácora de este viaje, acompañada de los snapshots de Ruiz Laboy, afirma un mundo metamorfo, donde el gesto del arte es declarar su insuficiencia verbal y gráfica, y la inestabilidad coyuntural de las decisiones en cuanto a cómo conformar el sentido de la experiencia. Al recorrer este mundo viejo lleno de bestias en constante peligro de extinción, palabras e imágenes proponen mediaciones, quizás consoladoras, quizás desesperadas, para detectar la existencia de nuevas especies en formación, de nuevas moralidades para nuestro mundo amenazado por la soledad, que cada vez tiene mayor necesidad de recordar que no hay nombres ni imágenes sin un Nosotros que las vea, que las enuncie, que las anuncie al dar con el Nombre que vendrá.
Liliana Ramos Collado es profesora de Humanidades y Estudios Hispánicos de la UPR de Río Piedras, curadora de arte, crítico literario y de arte, poeta, ensayista y traductora.
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